No hay nada que desespere tanto como ver mal interpretados nuestros sentimientos.
No sé ya cómo dirigirme a este pequeñito espacio que creé hace año y medio con la ilusión y entusiasmo que un pequeño emprendedor a actor puede tener. Porque, aunque me repita, es eso y sólo eso: la ilusión, el amor, la pasión, el entusiasmo y otros mil sinónimos lo único necesario para salir adelante y parar por los cuernos a un toro de quinientos kilos. El problema viene cuando estos amables compañeros fallan.
Y es que parece que acercarse a estas fechas tan intensas sea un peligro. No quiero ponerme a despotricar, entre otras cosas porque ahora me encuentro algo confuso y no sé si lo haría con fundamento, pero tampoco voy a cercenar lo que siento. Y es que a la vez que entiendo lo afortunado que soy (no todo el mundo tiene la posibilidad de poder estudiar lo que realmente ama), no entiendo por qué llegadas estas fechas mi visión sobre la ilusión de mi vida se oscurece: lo que debería ser un regalo para mí pasa a ser un peso y lo que debería conformar mi desahogo se convierte en un ahogo.
No tengo tiempo para llevar a cabo todo lo que tengo que hacer y mucho menos para hacerlo como lo tengo que hacer. Mi cuerpo ya no camina, sólo vaga. Pero voy a dejar de hablar de lo que me pasa y voy a confesaros por qué creo que me pasa: la cantidad de trabajo que tengo entre las manos hace que no sepa administrar bien mi tiempo para poder llegar a todo. Y ya llevo un tiempo sintiéndome literalmente fracasado como estudiante de Interpretación en todos los aspectos, pero en particular en cuanto a mi personaje de Hamlet se refiere. Ese personaje que tanto admiraba y que he tenido la oportunidad de investigar se ha quedado en nada, o esa es mi impresión. Todo lo grande que me he sentido en mis clases, aprendiendo y aprendiendo, se ha quedado en un granito de arroz. Me siento verdaderamente fracasado, retrocedido en el proceso. Y os aseguro que no es una buena sensación para una persona que, por lo que parece, ama lo que estudia.
Y lo cierto es que este momento de atasco sería mucho más fácil pasarlo con vaselina, pero parece también que esta escasea. Y es que mi sensación a veces es que estoy en una Escuela donde el objetivo no es formar a personas amantes de la Interpretación sino formar a robots. Entiendo que al espectador que vaya a verme a un Teatro le vaya a importar más bien poco mi vida, pero también entiendo que un profesor no es un mero espectador. Y si estuviéramos hablando de Matemáticas, entiendo que los sentimientos de la persona importan más bien poco para resolver un problema, pero hablando de Arte Dramático, una carrera donde el actor deja en la olla sus sentimientos y su cuerpo, creo que no se puede pasar por alto el fuero interno del mismo. Y si se muere mi perro, claro que importa. Importa porque no soy un robot y no sé hacer desconexión territorial durante el tiempo que a mí me apetezca. Y creo que se debería tener en cuenta. Una escena no sólo atraviesa al personaje, también atraviesa al actor.
Que la sociedad es despiadada y que no exige de nosotros un cúmulo de masa sensible y humano es obvio. Que estoy en contra de formar parte de ese grupo robótico, también. Estudio porque me encanta lo que hago. Y me encanta a mí como persona, no a mí como robot.
Siento, padezco, sufro y me alegro. Y lo hago porque -repito estrepitosamente- amo el teatro. Y no lloro ni río como resultado de un frío cálculo sino que lo hago desde mi más profundo corazón, y es que estoy aprendiendo lo que es la frustración. La frustración de no poder con lo que tienes delante, de sentirte pequeñito, de no estar por encima del listón que te marcas -o que te marcan-, de decepcionarte a ti mismo y de sentir fracasar ante lo más valioso que he encontrado hasta el momento: esta cosa abstracta que algunos llaman teatro.
La frustración de no ser un chico diez, no ante mí ni ante el resto. Ante lo que ha sido mi pasión.
He querido ser honesto.
Sergio